Hace 12 años soñaba con trabajar como maestra de infantil. Pensaba en lo ideal que sería, tan entretenido estar todos los días rodeada de niños, tener lo que yo consideraba un buen salario, unas buenas condiciones laborales, las tardes libres, vacaciones…digamos la vida de color de rosa. Años después lo conseguí, eso tan ansiado que yo estaba esperando, el trabajo de mis sueños y ¿qué puedo decir? que no me vi sumergida en ese mundo rosa, sino en un mundo más bien gris, que a veces se tornaba en negro. Fue como si te dieran un par de bofetadas y te dijeran: mira tía, esta es la realidad, niña ilusa que pensabas que esto iba a ser el paraíso de los trabajos.
Mi primer trabajo como maestra en una escuela infantil lo conseguí en Oxford, en una escuela donde decían que utilizaban el Método Montesori, ese que aprendes en la carrera y que te muestran como el ideal donde el niño aprende a su ritmo, un aprendizaje significativo de lo más enriquecedor y que favorece al máximo el óptimo desarrollo del niño.
Para mí, resumo lo que yo viví en ese centro, como : que cada niño haga lo que le de la gana y tú estate pendiente de que no se maten entre ellos. Poco más puedes hacer.
Ahí ya vi que lo de controlar a los niños era una misión ardua, que al menos lo mío no era.
Después, mi siguiente trabajo que de verdad se acercaba más al de mis «sueños» de aquel momento, lo conseguí en un colegio concertado, siendo tutora de una clase de niños de 3 años.
En un colegio que denominaría como dictatorial, opresor de sus trabajadores, donde te sientes poco más que humillado, coartado y con pérdida total de libertad de acción.
Experiencia traumática para mí donde las haya, me hizo ver que tampoco era capaz de ser yo, de sentirme bien rodeada de aquellos niños, metida en aquellas clases. Que para mí era una tortura ir a trabajar cada día, lo odiaba y muchas veces pensé si de verdad aquello valía la pena.
Después, gracias al karma o a unos científicos chinos, no lo sé…llegó el covid, por fortuna el colegio cerró y para mí fue lo mejor que podía haberme pasado. Me sentí feliz de no tener que volver a aquel lugar y poder dedicar tiempo a hacer lo que me diera la gana. Muchas muertes y desgracias habrá traído el virus, pero a mí me dio vida y salud mental.
Finalmente, unos meses después, conseguí entrar a trabajar en la enseñanza pública, esa en la que yo pensaba que iba a ser gloria bendita mi trabajo, porque tienes libertad, dentro de seguir el «curriculum»; y porque no tendría que tener a nadie vigilándome lo que hacía o como lo hacía.
En esta ocasión los niños estaban más creciditos, tenían 7 años. Di el salto a la «primaria», sin ninguna experiencia con este tipo de «gente», ni enseñando las materias que tienen que aprender. Tuve momentos malos, «of course». Colegio sin libros, prepara cada actividad de las 6 asignaturas que tienes que enseñar y que no tienes ni puta idea de qué hacer, salvo el recuerdo de lo que tus maestros te enseñaron en el colegio muchos años atrás; y lo que es peor, «haz que esos niños aprendan», haz que te escuchen, que se interesen por las cosas que tienes que decir.
Total, misión bastante difícil, así lo sentía yo. Verte delante de unos críos y ver que una te pega, el otro se levanta a hacer no se qué, la otra habla con el otro y tú allí de pie intentando hablar y decir algo coherente. Visto así puede sonar hasta gracioso, pero la realidad es que es frustrante. Y piensas: ¿pero yo para qué me he metido en esto? si no sirvo, no me hacen ni puto caso, ¿qué coño hago aquí?
Después de unos meses conseguí ver algún progreso, y el final no fue del todo tan agrio, y ahora cuando miro atrás creo que tan, tan mal, no se dio, pero siempre podría haber sido mejor.
Y ahora llegamos al presente. Deseé con todas mis fuerzas que por favor no me tocase trabajar con niños de 6º de primaria, porque son más mayores, tenía experiencia cero y me daban miedo. Pues no solo el destino me premió con ser tutora de un sexto de primaria, sino que además me tocó en uno de los peores barrios de la zona, lo que significaba: nivel educativo muy bajo, educación cero y comportamiento desafiante y conflictivo.
¡Enhorabuena Verónica, el karma esta vez ha sido estupendo contigo!. Y así, un 10 de septiembre me vi delante de una clase de 23 niños y niñas de 11 años. Dando varias asignaturas, entre ellas matemáticas (mi favorita) , y sin libros, claro, libros ¿pa qué?
Durante estos meses he vivido situaciones de mucha frustración, de baja de autoestima, de sentirme inútil por ver que soy incapaz de que me escuchen, y también de sentir pena, no por mí, si no por ellos, por ver que hay niños con tantas carencias emocionales y con tanta falta de educación. En estos meses he escuchado más palabrotas y frases horribles que en toda mi vida; jamás pensé que se podrían decir por la boca tantas palabras feas. Y jamás pensé que se podrían mostrar tantas faltas de respeto, y no es el no escuchar a otra persona que te está hablando, es el cómo responder ante los problemas, los gestos, las formas.
Se que sacaré cosas positivas de esta experiencia, por ejemplo, saber que odio trabajar con niños grandes y a veces me cuestiono si tal vez esto de trabajar con niños en general, no sea lo mío. De la chica ilusa que pensó que esto de ser maestra iba a ser un sueño, a la adulta que ve que esto mayormente lo hace por las vacaciones y el sueldo, que cada día se plantea si debería haber elegido otra profesión donde no tenga que estar rodeada de seres sin educar y batallando para que la escuchen por unos minutos al día.
La única parte que veo que sí me hace sentir feliz de la educación, es que cuando he dado clases a gente que sí me han atendido y con los que no he tenido que estar «luchando», me he sentido bien, me he sentido importante y he sentido que estaba haciendo algo productivo y útil por los demás.
Tal vez elegí los pupilos inadecuados. Reconozco que no me gusta pelear, no me gustan las energías negativas y estar cada día enfadándome con personas que no me valoran.
Yo solo quiero paz, y eso es algo que aún no he conseguido sentir en ningún colegio.